Araceli Damian en Brújula |
La felicidad es un estado placentero de la mente, generalmente ligado a experiencias hedónicas. El mantenimiento de las condiciones que hacen posible la felicidad de las clases dominantes implica la existencia de una muchedumbre obligada a realizar las labores menos gratas de la existencia humana.
Esta premisa fue reconocida por Bernard Mandeville, un médico-filósofo, que en los albores del capitalismo escribe “para hacer a la sociedad feliz ... se requiere de grandes cantidades de ignorantes y pobres” (Fábula de las Abejas, 1714). Ahora, como entonces, los pobres no forman parte de la “sociedad”, sino que eran concebidos como individuos cuya función única era vender por un plato de lentejas hasta el último segundo de su vida para sobrevivir.
En aquel entonces la tristeza del trabajador provocada por su pobreza era “compensada” con la esperanza de ir al paraíso después de su muerte, ya que según las creencias inculcadas, la riqueza subvertía la religión; el trabajo duro cambio le aseguraba la salvación.
Una vez que lo material triunfa sobre lo religioso, el consumo y la riqueza se vuelven los valores únicos con los que se juzga el éxito personal, por tanto, los economistas toman al ingreso como la mediada idónea para evaluar la felicidad. Sin embargo, a pesar del aumento de la riqueza, la sensación de la falta de felicidad prevaleció, no sólo entre los trabajadores, sino también en las clases medias y altas, lo que llevó a replantear la idea de que a mayor ingreso más felicidad.
Además, diversos estudios señalaron que el impacto en el bienestar del aumento del ingreso es mayor en los estratos más bajos y pierde importancia a medida que nos movemos hacia arriba en la escala social. Por ejemplo, un apoyo económico de mil pesos dirigido al primer decil aumentaría 50% el ingreso promedio por hogar, lo que seguramente generará una mayor sensación de felicidad a sus integrantes, que ese mismo monto, pero dirigido a hogares del decil X, en donde sólo representa 2.5 por ciento.
Se ha sugerido que las medidas con las que se evalúa el bienestar, como el ingreso o en el Producto Interno Bruto (PIB), no captan en su completa magnitud la “felicidad” producida por el desarrollo. Esto ha llevado a construir diversos indicadores que toman en cuenta, además de estas variables, estados subjetivos del bienestar.
Por ejemplo, el índice de felicidad del planeta (HIP, por sus siglas en inglés) incluye un indicador de dudosa índole denominado “satisfacción con la vida”, que se capta con preguntas relacionadas con la sensación de vitalidad de los individuos, las oportunidades de realizar actividades valiosas, etc.; y se combina con la esperanza de vida al nacer y la “huella ecológica” (que depende de los recursos consumidos para producir en un país determinado).
A nivel global los países latinoamericanos son los mejor ubicados, mientras que en el otro extremo se encuentran países africanos. Los países ricos muestran índices más bien intermedios. Lo absurdo de estos nuevos indicadores se muestra al constatar que Luxemburgo, el país más rico en términos del PIB per cápita, tiene una población de las más “infelices” del planeta (lugar 122 de 144). Países como el Congo y Sudán se encuentran en “mejor” situación y Etiopía se ubicaba sólo dos lugares más abajo que Luxemburgo en 2005. Los datos muestran lo absurdo de los índices de esta naturaleza y su incapacidad para reflejar la realidad.
Una de las virtudes del Nuevo Proyecto de Nación (Grijalbo, 2011), propuesto por un grupo de académicos como plataforma de gobierno de Andrés Manuel López Obrador, es enmarcar el derecho a la felicidad dentro de la construcción del Estado de Bienestar (EB). Su planteamiento nos lleva a la naturaleza objetiva de las condiciones que hacen posible alcanzar la felicidad. La propuesta busca crear las condiciones materiales para que la población tenga acceso al derecho a la felicidad, lo cual se hace posible mediante un EB amplio que asegure la satisfacción de necesidades humanas esenciales.
La propuesta es atractiva en diversos sentidos. Parte de un diagnóstico sobre el retroceso en los derechos sociales que la población mexicana ha sufrido en los últimos treinta años, bajo los gobiernos neoliberales y propone medidas concretas, iniciando con la educación y la cultura, ejes de la política social que tienden a estar relegados o ser presentadas en segundo o tercer lugar, pero que son medulares para que las personas desarrollen actividades valiosas.
Abarca propuestas sobre salud y seguridad social, vivienda y desarrollo urbano, estos dos últimos temas difícilmente contemplados como parte de la política. La propuesta ha sido sometida a una discusión amplia y se ha propuesto debatirla para seguir avanzando en ella. Sólo menciono ahora la necesidad de incluir dentro de la propuesta de EB al ingreso ciudadano universal, que como plantea Bertrand Russell permitirá que “no haya dependencia económica de un individuo sobre otro, pero sí de todos sobre el Estado... evitando la inseguridad económica [y con ello] se incrementará la felicidad de todos, excepto de unos cuantos ricos”.
*El Colegio de México, adamian@colmex.mx
articulista de el periodico "El Financiero"
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