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domingo, 7 de marzo de 2010

LITERATURA GUERRILLERA


LAS ARMAS DEL ALBA, LA PROSA DEL CENIT

Notas sobre la literatura guerrillera

Octavio Augusto Navarrete Gorjón

I

La prematura muerte de Carlos Montemayor obliga a un análisis detallado de su vasta obra literaria. Fue el único escritor que elevó la literatura sobre la guerrilla mexicana a niveles de excelsitud.

Hasta antes de Montemayor, el género “guerrillero” es dominado por lo testimonial, esa variante interesada que escriben los sobrevivientes de hechos de armas. Aunque importante como fuente primaria que mantiene la visión de los vencidos, los intentos derivan en crónica parcial de los hechos, que carece de requisitos literarios.

Los proyectos de escritores serios para atender el tema de la guerrilla naufragaron porque quienes intentaron hacerlo (aunque dominaran el oficio) no fueron tocados en carne viva por los acontecimientos. Así, una intención de novelar la guerrilla urbana a partir del fallido secuestro de Margarita López Portillo, terminó en una monumental novela de ficción política: La guerra de Galio. En la introducción, Héctor Aguilar Camín confiesa su desencanto con el mar de papeles volantes y proclamas que revisó y a los que llama “basura literaria”.

En 1987 aparece “Lucio Cabañas y el Partido de los Pobres, una experiencia guerrillera” de Eleazar Campos Gómez (seudónimo de uno de los dirigentes del EPR desaparecidos). Aunque no deja de ser un testimonio parcial y doctrinario de los hechos, la novela está apegada estrictamente a la realidad y tiene una extensión que le permite abarcar prácticamente todos los tópicos importantes de la guerrilla cabañista (el libro tiene 440 páginas, 60 más que Guerra en el paraíso). Es posible que Montemayor se inspirara en ese material para escribir su obra sobre la guerrilla guerrerense.

Guerra en el paraíso surge además en un contexto de reivindicación de la novela histórica, género que se había devaluado, cuando se transformó en la visión oficial y parcializada de ciertos acontecimientos, desde que a todos los bandos se les ocurrió dejar por escrito sus experiencias o incluso encargárselas a otros que sí tenían el tiempo, la pasión y el oficio de escribir. El resurgimiento del género llegó a su cúspide con “Galindez” de Manuel Vázquez Montalván, Premio Europeo de novela en 1991. Completó la reivindicación la trilogía insuperable de Mario Vargas Llosa (Historia de Mayta, La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo). Ese marco intelectual dio para el surgimiento de muchos productos intermedios entre la novela histórica y la ficción literaria; destaca entre ellos “En busca de Klingsor”, de Jorge Volpi.

II

La vinculación de Carlos Montemayor con la guerrilla guerrerense no comienza en Guerrero, empieza el 24 de septiembre de 1965 en la ciudad de México, cuando un joven chihuahuense, estudiante del primer grado en la escuela de leyes de la UNAM, se estremece con las noticias del intento de asalto al cuartel militar de Ciudad Madera. El bachiller, escucha atónito los nombres de varios muchachos a quienes conoció y a los que quizá acompañó en el reparto de volantes para algún evento político. Eran tiempos de la guerra fría y el macartismo como doctrina oficial; por eso se hizo famosa (no por su contenido deleznable) la versión oficial de aquellos hechos, resumida en la frase del gobernador Giner: “Querían tierra, denles tierra”.

Tal vez desde ese momento quiso el poeta escribir y publicar una versión novelada de aquellos hechos, pero no tenía entonces la distancia crítica que se necesita para esos cometidos. Si Las armas del alba se hubiera escrito antes de Guerra en el paraíso, seguramente su resultado se emparentaría (en una variante más fina, claro) con las crónicas que hemos comentado.

Las campañas militares en Guerrero y las batallas que se dieron entre 1967 y 1974 fueron más intensas, más voceadas y sus efectos más prolongados; pervivirían mucho tiempo después en la forma de denuncia contra los excesos del ejército.

Sin procurarlo, Montemayor adquiere la distancia que le permite ver los acontecimientos con el desgarramiento propio de la guerra, pero sin el partidarismo que deviene de un tema familiar. Roto el vínculo del paisanaje, el escritor se acerca al tema de la guerrilla dando un rodeo que producirá una de las mejores novelas de la literatura mexicana del siglo XX.

III

Guerra en el paraíso no es sólo un libro sobre la guerrilla. En la obra se condensa magistralmente una época de la política mexicana. Los enfrentamientos en Guerrero son sólo la vía por la que van surgiendo todos los personajes de una trama nacional. Con rigor extraño para este tipo de obras, aparece la voz de Fernando Gutiérrez Barrios cuando recibe la notificación de la Brigada Campesina de Ajusticiamiento que tiene en su poder “al burgués carrancista Rubén Figueroa Figueroa”: “Nos sorprende que secuestren a Figueroa casi como una venganza por la muerte de Zapata. No se dan cuenta de la época en que viven” (pag. 251).

También el discurso de Ricardo Margáin Zozaya en el funeral de Eugenio Garza Sada y frente al presidente Echeverría:

“Sólo se puede actuar impunemente cuando se ha perdido el respeto a la autoridad; urge que el gobierno cambie de rumbo para que renazca la confianza en el pueblo mexicano. Poner un hasta aquí a quienes mediante agitaciones estériles, actos delictivos y declaraciones oficiales injuriosas, amenazan con socavar los cimientos de la patria” (pag. 163)

Las palabras de un hombre de inteligencia, represor de disidentes al tiempo que solícito contacto con rebeldes de otros países, reflejan pulcramente su personalidad, así como los duros reproches de la derecha regiomontana (“los conspiradores de Pichilingue” les llamó Echeverría unos meses después), aparecen con una frescura que casi no es necesario decir de quién son esas voces y esos reclamos. Como la voz de Figueroa que le explica al hijo:

“Si sigues pensando así de nada te servirá gobernar Guerrero. Y tú, Febronio, ya verás que Lucio me va a acompañar a la convención del partido y seré el único verdadero gobernador en todo el país, no mamadas, sino el único político en México. A eso es a lo que le tienen miedo Nogueda y Moya. No quisieran verme con esa fuerza. Pero que vean cómo hacen política los hombres, no los maricas” (pag. 230)

O como la de Lucio, separando a sus contingentes:

“¡Orden, compañeros! Primero definamos que en el grupo pequeño no pueden ir más de doce, porque entonces no podrán desplazarse con facilidad y sería contraproducente. Así que debemos tener en cuenta esto y no sólo decir que los que quieran ir vayan” (pag. 271)

La objetividad no implica imparcialidad. Una tenue, apenas visible, línea de simpatía hacia Lucio y su pequeño ejército de campesinos se advierte en la novela. Por eso en la acción de ejecutar a Enrique Juárez, informante del ejército, no se dice que Lucio (que se propuso para esa comisión) se hizo acompañar por Isabel Nava, que no era guerrillera, sino su novia y que (contra los reglamentos que él mismo había impulsado) no usaba anticonceptivos y estaba embarazada.

Las veces en que el Partido Comunista de Arnoldo Martínez Verdugo propuso la amnistía de Lucio Cabañas, el gobierno le contestó recordando una averiguación previa por la muerte de un judicial que había participado en la matanza de padres de familia de la escuela Juán Álvarez de Atoyac. Sin embargo como todo héroe o superhéroe, Lucio no puede matar y Montemayor envuelve en frases poéticas la huida del profesor a la sierra de Atoyac:

“Las campanas tañían a revuelo, insistentes, vigorosas, como si provocaran a todo el pueblo, a toda la fuerza, a toda la vida. Lucio dudó, pero el agente empezaba a desenfundar. Lucio empuñó su pistola debajo de la camisa; estaba el metal sudado, caliente, casi resbaloso por tanto sudor. Luego el agente se fue doblando de dolor, manchado de sangre, queriendo respirar, queriendo gritar. Las campanas seguían doblando a revuelo, sobre los gritos y los disparos” (pag. 21)

Montemayor también es benevolente con Rubén Figueroa, que después de su actitud altiva del primer encuentro, llora cuando en hombros de un guerrillero atraviesa el Río Chiquito, en la sierra de Tecpan. Ese llanto no se escucha en la obra, ni la imploración cuando se subía el pantalón para no mojarse: “Dios mío ¿Habré sido tan malo para merecer esto?. El llanto de Figueroa que sí registra Montemayor es cuando, en uno de sus intentos de fuga, cae a un barranco de donde lo rescatan los guerrilleros. Por respeto seguramente, el autor hace llorar a Figueroa cuando nadie lo ve y no registra el llanto y la imploración que todos escucharon. Montemayor es atrapado por sus personajes; igual que Lucio, que: “Tenía la sensación desagradable de sentirse parte de lo secuestrado, parte del mismo peso que lo asfixiaba, que lo inmovilizaba” (pag. 277)

Fuera de esas omisiones y detalles nimios, en la novela aparecen tal cual fueron el ingeniero Rubén Figueroa y el profesor Lucio Cabañas. Uno de los primeros desenlaces históricos y literarios de la obra es eso precisamente. Al autor debemos el trato humano a ambos personajes; a Lucio lo bajó del caballo de libertador en que lo tenía la izquierda y a Rubén Figueroa (hombre recio, pero que pedía a sus acompañantes que en turnos de dos horas velaran su sueño) le quitó un aura que sólo pervive en el recuerdo de sus correligionarios priístas más atrasados, que le siguen llamando el tigre. En la obra, ambos personajes se encaminan desde un principio a un encuentro sin soluciones, a un destino que los atrapará en sus redes y del cual ninguno de los dos podrá salir. El final es previsible, son personajes de una tragedia griega, que tanto conocía Carlos Montemayor.

IV

Casi al final de Guerra en el paraíso, cuando la derrota militar de la guerrilla es inminente, Montemayor introduce el tema del ejército a partir del recurso de una conversación entre sus mandos en el casino del Campo Militar Número Uno. Es conveniente una larga cita, porque, como en muchos temas, el autor es pionero en este tipo de investigaciones “de frontera”.

“El destino de los ejércitos siempre colinda con los territorios más disputados de la historia, con los terrenos más difíciles (…) No nacimos ayer y sabemos por qué los pueblos comienzan a delatar a movimientos como este. Lo saben también los asesores militares que tenemos en Atoyac y los especialistas en interrogatorios que tenemos en el Campo Militar (…) El pelotón que entra en un pueblo no sabe cuántos están vinculados con la guerrilla, deben sitiar y actuar como si todo el pueblo fuera cómplice de Lucio. Por eso se requiere un control efectivo de la zona. (…) Sólo una fuerza como el ejército puede tomar una decisión así, no el presidente de la república ni el gabinete civil, porque a ellos les aterra la imagen política de la decisión. (…) por eso tenemos toda la zona bajo un gobierno militar. En nuestros días, se trata de algo excepcional en México. (…) La guerra es contra esa zona, cabe la posibilidad de que estemos atacando una lucha del pueblo y no sofocando un alzamiento contra el pueblo (…)

“El ejército es algo más que su fuerza en Guerrero. No entiende que Hermenegildo es un inicio EN LA PRÓXIMA EVOLUCIÓN DEL EJÉRCITO (mayúsculas mías. O.N) Es el primer general de cuatro estrellas que ha sido preparado, que ha surgido del saber, no sólo de la fuerza. A él le importa la inteligencia en el ejército. Sabe que hay destinos más importantes en México” (pag. 356, 352, 351, 350)

Esa nueva realidad de la misión del ejército adquiere en “Los informes secretos” los perfiles de un verdadero trabajo de inteligencia. Los informes secretos es la novela que el autor escribe a vuelapluma. Es el relato de un minucioso trabajo de investigación sobre el propio Montemayor (al que se denomina “el objetivo”). El equipo que realiza el seguimiento quería saber (y al parecer nunca lo logran) quién le pasa información fidedigna y sensible al autor. La investigación tiene que ver con las filtraciones del Plan General de Maniobra Estratégica Operacional para destruir la estructura política y militar del EZLN y mantener la paz. (pag. 226)

En la obra, Montemayor cuestiona conceptualmente la represión del Estado. Dice (las palabras las publicó en La Jornada, pero en el libro se le atribuyen al “Objetivo”)

“Durante décadas, el gobierno mexicano ha resuelto cada uno de los conflictos en términos represivos. En ningún caso se propuso negociar pacíficamente. Es tal la fuerza de la infiltración militar y policiaca en nuestro país, que ningún alzamiento rural podría modificar esencialmente la inercia represiva de las autoridades. La infiltración política es una mirada sobre nosotros que no queremos ver, que muchos grupos políticos o clandestinos creen posible pasar por alto” (pag. 230)

VI

Las armas del alba se publica en 2003, doce años después de Guerra en el paraíso. Entre la escritura de una y otra obra, Montemayor logró la distancia que le permite un tratamiento impersonal y hasta un poco lejano de sus personajes. Aunque la simpatía por los rebeldes continúa, ya no se permite indulgencias y sus protagonistas, puestos en situaciones límite, hacen lo que tienen que hacer. Aquí los héroes no sólo “sienten el metal de las armas”, también disparan y matan; como la ejecución del guardia blanca Rito Caldera, que narra en términos parecidos a la huida de Lucio por la calle empedrada:

“Escóbel sintió el metal de la pistola tibio, como si fuera una rama cálida del árbol, no un metal frío. Disparó. Sintió en la descarga que el golpe de la pistola era suave, que el rebote del arma se ablandaba. Sintió el olor de la pólvora otra vez. Oyó los disparos de todos. Los cuerpos parecían parte de la tierra, parecían querer descansar, buscar algo” (pag. 177)

Pero si el trato de los personajes es distante, el oficio de escritor se sublima y Carlos Montemayor logra páginas espléndidas en Las armas del alba.

Tiene esta obra un mérito adicional. A diferencia de la guerrilla guerrerense, que provenía de una honda tradición de rebeldía armada (y de la que había muchos testimonios), Las armas del alba es el primer tratamiento sistemático, la primera interpretación histórica de los hechos de Ciudad Madera. Por el rodeo que comentamos arriba, constituye también la expresión literaria más rigurosa y completa. En esta obra, Montemayor logra el cenit de su vasta producción literaria.

La guerrilla de Arturo Gámiz tuvo con la de Lucio Cabañas una continuidad histórica y orgánica; varios descendientes de los que lucharon en Chihuahua se vincularon al Partido de los Pobres (entonces ya se llamaban Liga Comunista 23 de Septiembre). Jacobo Gámiz, hermano de Arturo, fue militante de la brigada de Lucio y está desaparecido. A Quirino (que tal era su nombre en la guerrilla) lo aprehendió el ejército en el retén de Xaltianguis, cuando regresaba de una comisión a la ciudad de México.

La continuidad literaria mayor entre Guerra en el paraíso y Las armas del alba lo constituye una práctica recurrente de Montemayor: que sus personajes hagan evocaciones. El pensamiento que define más plenamente a sus personajes son los recuerdos que surgen en el sueño o en el descanso. No olvidemos que Montemayor es esencialmente un poeta; por eso su prosa magistral (prosa poética, diremos, forzando los convencionalismos y los géneros) hace que sus personajes se fundan con la naturaleza, que a su vez parece cobrar vida humana y que incluso puede tener sentimientos. ¿Quién dijo que después de “la manzana de oro” que constituye la obra de Rulfo el campo no hablaría? ¿Qué todo intento en ese sentido estaba destinado a la repetición?. Con Montemayor regresó la nostalgia por el mundo rural. Sin en La región más transparente el personaje principal es la gran ciudad que abraza cálidamente a sus protagonistas, en la obra de Carlos Montemayor es la naturaleza toda la que se expresa en una especie de discurso biológico, donde hablan las piedras, las nubes y las estrellas; hay párrafos donde puede percibirse el aroma a légamo de un río crecido o la fragancia lejana de un sonido azul. En Las armas del alba puede leerse:

“No había silencio: sólo un creciente rumor de los alrededores, de los árboles, del viento, de la hierba. El cielo enrojecido del atardecer parecía generar un ruido. Pero una sensación de soledad se expandía también con el viento, se respiraba. De algún modo era otro silencio cuya corriente incontrolable se abría paso por debajo de la corriente de sus pensamientos. (…) Ahora estaba aquí, en el mundo que conocía, en la sierra que había recorrido desde niño, en el lugar que silenciosa, profundamente, le pertenecía. Respiró hondo, lento, como si retornara a formar parte de las cosas, de un color, un tronco, una piedra quizás. Sentía la seguridad, la certidumbre de las cosas vivas en el campo, en la hierba o el agua. Su cuerpo era diferente, distinto e idéntico a él, humano y al mismo tiempo palpable como tronco, ramas, tierra; unido a él y a la vez remoto, como el firmamento, el atardecer o los recuerdos, que están hechos de distancia” (pag. 194-195)

Las evocaciones anteriores son de Antonio Gaytán, uno de los protagonistas principales del asalto al cuartel de Madera. Las que siguen son de Lucio Cabañas en Guerra en el paraíso:

“La sierra donde caminó con su abuela llevando el pan que ella horneaba para cambiarlo por maíz, frijol, camarones de otros ríos de la sierra o de pozas donde él comenzó a bañarse, a jugar. En esta Costa Grande, bajo estas lluvias, junto a estas avenidas de ríos, de arroyos. Campesinos y poblados que también el gobierno masacró y arrasó por órdenes de Madero, de Huerta, de Carranza. Bajo esta lluvia, estas noches, junto al ruido del río de Coyuca, la orilla parecía un largo rosario de difuntos, una larga letanía de gritos, de nombres desesperados, de árboles que volvían a crecer, a reverdecer, a cargarse de fruta, de fuerza. (…) Y junto al río pensaba que era la misma sierra, la misma sangre, el mismo grito sin terminar que lo llamaba desde la otra orilla, donde él también tendría después que llamar a otros, que gritar a otros, que recordar a otros que desde la orilla sumaban su grito, su estertor, su furia, su desesperado recuerdo” (pag. 154)

Con Montemayor regresó la novela histórica; también el mundo rural y el paisajismo, que ahora incluye no sólo lo que está a simple vista, sino lo que se siente, que puede ser desde una raíz hasta una constelación que pasa en los intersticios que dejan las caudas luminosas de una lluvia de estrellas fugaces. La nostalgia rulfiana del mundo campesino se convierte en nostalgia por la vida, por las cosas que viven como vive la gente. Un bello párrafo de Las armas del alba es lo mejor para cerrar este apartado. Es la mirada del periodista Víctor Rico Galán al llegar al aeropuerto de Ciudad Madera:

“Las estrellas parecían producir un fino rumor. Destilaban su luz como un sonido que desconcertaba, que envolvía la noche y la aligeraba, la hacía descender, acercarse a las cosas. El firmamento parecía respirar, estar vivo, tener a flor de piel, pero sujetos, los tejidos de las constelaciones, su muchedumbre luminosa. Contemplaron la blanquísima luz de estrellas fijas, de racimos y enjambres espaciosos. Vieron estrellas fugaces, abundantes, sorpresivas, brotando y cayendo en el vacío del espacio. Entre las bellas luminosas estrellas fugaces y las luces de estrellas fijas, vieron puntos radiantes que se desplazaban suavemente, que no desaparecían; las distinguieron hacia la constelación Orión, que ascendía expandiéndose, como arrastrando en un montoncito de semillas de luz el inquieto enjambre de las Pléyades” (pag. 118)

VII

Guerra en el paraíso termina con una serie de frases que dejan entrever lo inconcluso de muchas tareas. Es un grito silencioso que pone en los últimos pensamientos del comandante guerrillero; una prisa que grita: “gritando por hacerlo, gritando que falta mucho por hacer, por hacer, por hacer, por hacer”.

Montemayor era de Parral, Chihuahua (donde descansa el general Francisco Villa, dice el corrido). Ese es un dato importante para entender su trayectoria y para descifrar el mensaje que guarda uno de sus mensajes póstumos.

En un artículo memorable sobre el líder electricista Rafael Galván, Adolfo Gilly dice que para las generaciones que se formaron en la segunda mitad del siglo pasado, todavía importa mucho la región de donde vienen, más incluso que la clase o sector al que pertenecen.

El poeta se formó cuando todavía estaban frescos los mitos propios del tiempo de los héroes y caudillos. Infancia es destino, y los primeros pasos de Montemayor fueron en los mismos lugares que caminaron los hombres y mujeres que formaron la División del Norte, el formidable ejército popular de Pancho Villa. El martes lo escribió Taibo II aquí mismo: “Estás ahí sentado a la puerta del rancho –decías–, y ves pasar a una vaca. Y no es de nadie. Zas, te la apropias. Y luego ves pasar a lo lejos un ejército de hombres sudorosos con armas de bronce, que apenas brillan en el sol que se acaba, y zas, te los apropias. Y te encuentras de repente con que La Iliada y La Odisea son tuyas.”

Intelectual orgánico de la izquierda, el escritor quiso que una parte de sus cenizas fuera esparcida en la sierra de Atoyac, para que se funda con la sangre de guerrilleros, de soldados y de inocentes que desde aquellos años 60’ y hasta ahora, medio siglo después, cubre esta parte de la geografía mexicana. Simbolismo extremo, también es una forma de fundirse con los protagonistas de su obra cumbre; de estar con ellos para todos los quehaceres que quedaron pendientes; de abrazar la misma tierra que abrazó Lucio Cabañas la mañana del 2 de diciembre de 1974 con una sonrisa que el martirio no pudo borrar.

Coyuca de Benítez, invierno del bicentenario.



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