Alberto Ampuero (especial para ARGENPRESS.info)
Hace exactamente 30 años, el 24 de marzo de 1980, monseñor Oscar Arnulfo Romero y Galdámez, arzobispo de San Salvador, fue ejecutado de un balazo al corazón. A mansalva. Premeditado. Con alevosía.
El disparo le destrozó el corazón mientras oficiaba misa en la capilla del hospital La Divina Providencia en la capital de la república de El Salvador; y sus asesinos, !qué ilusos!, escaparon sonrientes del lugar, creyendo que lo habían matado.
Que me perdonen pues los médicos y los creyentes, pero Monseñor Romero no ha muerto, tampoco está en el cielo (por favor, no lo busquen allí), que prefirió quedarse con los estudiantes, campesinos y obreros aquí en la tierra, que a estar sentado a la diestra de Dios Padre Todepoderoso.
Así que rompan sus fotos, descuélguenlo de las paredes, y quítense el luto señores que Monseñor Romero no ha muerto. Las balas fueron a buscarlo justo en el momento que se quitaba la sotana para vestirse de guerrillero.
¿Acaso ignoran ustedes el axioma que dice que ‘la materia no se destruye sólo se transforma’?. De esa materia estaba hecho Monseñor Romero.
La injusticia imperante en su patria, y la práctica conciente que hacía del cristianismo lo fué transformando. “La religión bien profundizada conduce a los compromisos políticos”, decía.
Esa fué su dialéctica. Y nunca le tuvo miedo. Ni el día en que decidió meterse de sacerdote a los 24 años, ni cuando lo dejó a los 62. Porque consideraba “que era un deber de la iglesia su inserción entre los pobres, con quien debe solidarizarse hasta en sus riesgos y en su destino de persecución”.
Así se lo contó a un amigo periodista mexicano. “Que los cristianos no le tienen miedo al combate. Saben combatir, pero prefieren hablar el lenguaje de la paz. Sin embargo, cuando una dictadura atenta gravemente contra los derechos humanos, cuando se torna insoportable, y se cierran los canales del diálogo, el entendimiento, la racionalidad, cuando esto ocurre, entonces la Iglesia habla del legítimo derecho a la violencia insurreccional”.
¿Acaso sus últimas palabras no fueron para llamar a los soldados a la rebelión?
“Ningún soldado está obligado a obedecer una órden de matar, si va en contra de su conciencia”, les dijo.
Monseñor Romero jamás se equivocó en señalar quién era el enemigo de su patria. “El enemigo común de nuestro pueblo es la oligarquía, que es cada día más insaciable. Es ese reducido núcleo de familias al que no importa el hambre del pueblo, sino que necesita de la misma para disponer de mano de obra barata y abundante para levantar y exportar sus cosechas”, decía.
Su gran honradez y militancia cristiana, hizo que sus misas dominicales en la catedral se convirtieran en el mejor centro de estudios políticos para los feligreses, y que la prensa nacional y extranjera acudieran para sacar de allí las informaciones censuradas por el gobierno.
En una de sus últimas homilías denunció que la violencia militar cada vez iba en aumento, y que marchaba del brazo con la “reforma” agraria decretada por el gobierno. Dijo que del 6 (día de la reforma) al 10 de marzo, habían sido asesinadas 84 personas, y que 44 de los muertos fueron campesinos. ¿Coincidencia?, de ninguna manera, era la respuesta de las ametralladoras a la protesta del pueblo. “Ya que la reforma que buscaba implantar la Junta de Gobierno -integrada por dos coroneles, un independiente y dos democristianos ultraderechistas- son de corte demasiado capitalista”, decía.
El domingo 16 de marzo, en lo que había de constituir su penúltima homilía, Monseñor Romero le dijo a sus fieles que él se encontraba en la lista negra de la oligarquía. Que varias veces intentaron asesinarlo, y que la última vez había sido hace poco días, cuando en la sacristía de la Basílica del Sagrado Corazón, le colocaron un artefacto explosivo de 72 cartuchos de dinamita, y que no funcionó por fallas técnicas.
Pero no se asustaba. Sabía que era el avance cada vez mayor del movimiento popular, lo que hacía que la oligarquía se comportara como tal. “La represión contra el pueblo se le ha convertido en una especie de necesidad para mantener y aumentar sus niveles de ganancia”, decía Monseñor Romero.
“En mi país, la raíz de la violencia represiva, la violencia estructural, se encuentra en la oligarquía”, le explicaba a los periodistas extranjeros.
Viajó a Europa para recibir el Premio Internacional de la Paz, otorgado por Suecia, y dió las gracias, pero lo guardó llegando a casa, porque… ¿qué paz?. Si “hoy por hoy, matanzas, secuestros y torturas, es pan de todos los días en mi país”, decía
Por esa razón, en su última misa dominical del 24 de marzo, su evangelio estuvo centrado en la frase bíblica: “No matarás”, y dirigiéndose a los miembros del ejército salvadoreño, dijo: “Les suplico, les pido, les ordeno en nombre de la Iglesia no matar. Recuerden que los campesinos muertos también son hermanos...!Ya no repriman!”.
Al dia siguiente la autopsia descubrió que le habían destrozado el corazón. Los peritos en balística determinaron que el proyectil disparado era una bala especial, calibre 22, de alta velocidad.
El asesinato estremeció al mundo.
Pero Monseñor Romero no ha muerto. Sigue presente, hoy más que nunca que su pueblo derrotó el miedo y decidió cambiar su historia.
El año pasado la ex guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional ganó por primera vez las elecciones presidenciales en El Salvador. En el discurso del día del triunfo, el flamante presidente Mauricio Funes proclamó que seguiría el ideario de monseñor Romero. “Esa será la ruta de mis acciones”, afirmó
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