Por Lydia Cacho
07 mayo 2009
Entrevisté a un agente del FBI especializado en crimen organizado; al despedirnos me dijo que si no fuera por las reporteras y reporteros que hacen un buen trabajo su tarea sería menos efectiva. Varios casos resueltos en su país comenzaron cuando se siguió la pista a un reportaje. En México, gracias al trabajo de las y los reporteros de los estados nos enteramos de sucesos que no investigan ni las policías ni las televisoras complacientes y manipuladoras de la realidad.
No es casualidad que haya pasado inadvertido el asesinato del reportero Carlos Ortega Melo en Durango. Ultimaron su vida el 3 de mayo, Día Mundial de la Libertad de Prensa. Carlos fue una piedra en el zapato para las autoridades, para el alcalde Martín Silvestre Herrera. Es el periodista número 48 asesinado en México. Todavía está pendiente la investigación para saber si cayó por motivos vinculados a su trabajo periodístico.
A las y los periodistas exterminados los mató el virus de un sistema político cuya perversidad es mayúscula. No sólo se enfrentan a la corrupción y la violencia; son aislados por los colegas prostituidos que se venden para contar una versión falsa de los hechos. Los gobernantes gastan millones para prostituir medios locales. Quienes se niegan a corromperse terminan muertos o encarcelados. Cientos de profesionales sin fama ni fortuna se encargan todos los días de hacer eco a las demandas sociales, reportean las realidades que los poderosos intentan sepultar, que los medios masivos consideran provincianas o poco vendibles.
Los reporteros y editores que trabajan a lo largo del territorio nacional, muchas veces para medios de comunicación modestos, operan a puro “valor mexicano”, sin red de protección. Su trabajo es una expresión de la responsabilidad social del periodismo. Mientras, los diputados federales y la fiscalía especial se niegan a admitir que los poderes locales son enemigos del buen periodismo. La campaña de libertad de expresión de Artículo XIX dice: “Te hace daño no saber”. Cada vez que matan a un reportero una comunidad se enferma de silencio, se le arrebata el derecho a conocer la realidad y a ser escuchada.
No es casualidad que haya pasado inadvertido el asesinato del reportero Carlos Ortega Melo en Durango. Ultimaron su vida el 3 de mayo, Día Mundial de la Libertad de Prensa. Carlos fue una piedra en el zapato para las autoridades, para el alcalde Martín Silvestre Herrera. Es el periodista número 48 asesinado en México. Todavía está pendiente la investigación para saber si cayó por motivos vinculados a su trabajo periodístico.
A las y los periodistas exterminados los mató el virus de un sistema político cuya perversidad es mayúscula. No sólo se enfrentan a la corrupción y la violencia; son aislados por los colegas prostituidos que se venden para contar una versión falsa de los hechos. Los gobernantes gastan millones para prostituir medios locales. Quienes se niegan a corromperse terminan muertos o encarcelados. Cientos de profesionales sin fama ni fortuna se encargan todos los días de hacer eco a las demandas sociales, reportean las realidades que los poderosos intentan sepultar, que los medios masivos consideran provincianas o poco vendibles.
Los reporteros y editores que trabajan a lo largo del territorio nacional, muchas veces para medios de comunicación modestos, operan a puro “valor mexicano”, sin red de protección. Su trabajo es una expresión de la responsabilidad social del periodismo. Mientras, los diputados federales y la fiscalía especial se niegan a admitir que los poderes locales son enemigos del buen periodismo. La campaña de libertad de expresión de Artículo XIX dice: “Te hace daño no saber”. Cada vez que matan a un reportero una comunidad se enferma de silencio, se le arrebata el derecho a conocer la realidad y a ser escuchada.
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