La Filosofía, la aventura de pensar, no ha muerto (ni debe morir)
Marcelo ColussiRebelión
La imaginación al poder
Pintada durante el Mayo francés, 1968
“Hasta ahora los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintas maneras; de lo que se trata es de transformarlo” , sentenciaba terminante el joven Marx en la tesis XI sobre Ludwig Feuerbach, en 1845. Para muchos esa fue la declaración de muerte de la filosofía clásica. De todos modos siguió habiendo filosofía.
Para muchos, la obra del alemán Martin Heidegger fue la última expresión de un gran sistema filosófico, tal como existieron por más de dos milenios en la tradición occidental, desde los griegos clásicos hasta el idealismo alemán. Pero desaparecido Heidegger, el gran filósofo del siglo XX, siguió habiendo filosofía.
Ahora el gobierno mexicano, en medio de su más mediática que real crisis creada por la nueva gripe “asesina”, ha decretado la eliminación de los cursos de filosofía en la escuela media. Pero pese a ello, todo indica que seguirá habiendo filosofía. O, al menos, eso debemos impulsar. La filosofía, esa gran aventura del pensamiento, no puede morir por un decreto. En definitiva: si eso fuera a lo que se apunta, no lo podemos permitir.
¿Acaso es inmortal la filosofía? No puede afirmarse con total seguridad, pero hay que intentar que así sea. Cabe entonces la pregunta: ¿y qué es en verdad la filosofía?
La respuesta dependerá de quién la formule. Para nosotros, la gran mayoría, o quizá la totalidad de los lectores de este breve artículo –si es que los tiene–, seguramente occidentales, son inevitables ciertas representaciones, en algún caso ya estereotipadas: saber por el saber mismo, reflexión profunda, meditación serena. E inmediatamente se nos podrá figurar la estatua de Rodin: “El pensador”, o el fabuloso fresco “La escuela de Atenas”, de Rafael, con las distintas vacas sagradas del pensamiento griego clásico, aunque muy probablemente no evocaremos los tlamatinime , los sabios o filósofos aztecas. Ni tampoco pensaremos, por ejemplo, en los filósofos musulmanes de la escuela de Bagdad, surgidos hacia el año 800, uno de los momentos más fecundos del pensamiento universal, fundamento del posterior desarrollo científico de Occidente, doctos en la filosofía y en numerosas artes aplicadas como las matemáticas (ahí se inventaron los actuales números arábigos, difundidos luego universalmente), la arquitectura, la astronomía. Quizá pensemos en los míticos sabios orientales, muy poco conocidos –eurocentrismo mediante– en nuestra civilización occidental, pero más como una invocación espiritual-religiosa que como filósofos. Seguramente no haremos mención de las cosmogonías precolombinas de América (maya e inca), riquísimas sistematizaciones de un rigor filosófico indudable, pero desconocidas en la academia de raíz europea. Y quizá, entre los filósofos, no se ponga a Marx, considerado más bien un revolucionario. ¿Pero no es acaso revolucionaria la filosofía misma? Aunque en nuestro mundo científico-técnico actual, dominado por la ideología de la eficiencia y el lucro como bienes supremos, de acuerdo a esos estereotipos que nos inundan, filosofía también puede identificarse con inservibilidad. ¿Para qué filosofar si con eso no se come? ¡Las humanidades han muerto!, podría proclamarse –quizá al menos en la línea que llevó a anunciar que las ideologías estaban muertas, cuando cayó el muro de Berlín y se autodesintegró el bloque soviético–.
Al menos algo así pueden haber pensado los funcionarios aztecas que tomaron la medida de marras. Quizá leyeron demasiado literalmente a González Tuñón: “con la filosofía poco se goza”, seguramente sin entender nada de la metáfora en juego. ¿Con qué se goza entonces: con los nuevos espejitos de colores con que nos inunda el actual sistema económico? ¿Con los teléfonos celulares de última generación? ¿Con los spa cinco estrellas? ¿O con las nuevas muñecas inflables de silicona?
Con la filosofía se goza, y mucho. El preguntar, la sed de saber, la búsqueda de lo desconocido ha sido y sigue siendo la llama que enciende el hecho humano, desde el interrogante que posibilitó labrar la primera piedra hace dos millones y medio de años atrás a nuestros ancestros apenas descendidos de los árboles hasta el día de hoy, en que nos seguimos preguntando cosas, seguramente las mismas de aquellos remotos antepasados. Por ejemplo, en la tierra donde ahora se toma la medida de eliminar las clases de filosofía, tierra donde existió esa larga tradición de pensadores, los tlamatinime, sabios filósofos admirados incluso por los conquistadores españoles: ¿qué hay con esto de la terrible gripe porcina? ¿No es necesario que una actitud de pensamiento crítico, de indagación filosófica, de apasionada búsqueda de la verdad por la verdad misma eche un poco de luz sobre tanta sombra? ¿Por qué decretar el no pensar? (como si ello fuera posible acaso). ¿Acaso alguien puede pensar que la “tecnología de avanzada” lo resolverá todo? ¿Por qué se sigue apostando por los “espejitos de colores”?
Todo esto lleva a algunas consideraciones más de fondo. Saber por el saber mismo siempre ha sido una práctica usual en cualquier cultura, desde el neolítico en adelante, y nada indica que eso, mientras sigamos siendo seres humanos y no autómatas, vaya a cambiar (aunque cualquier dictadura lo intente, incluida la actual dictadura del mercado, disfrazada de democracia y sutilmente manejada con tecnologías de punta, mercadotecnia y psicología del consumidor). El impulso por saber es lo que pone en marcha todo proceso humano: saber, preguntar, descubrir, investigar, he ahí el motor de la humanización, lo que hace del infante un adulto. He ahí lo que hizo del mono esta obra tan peculiar que es el ser humano. Preguntar, reflexionar, ordenar el caos de la vida para entenderla y poder manejarse mejor: esa es la necesidad que lleva a esta actitud tan humana que sigue siendo sorprenderse ante el mundo y buscarle un sentido (aunque la tendencia actual nos orille a pensar que los manuales ad hoc nos dan la respuesta adecuada para todo, para ser feliz, para tener amigos o para conquistar el espacio sideral, siguiendo los pasos indicados y no preguntando más allá).
Filosofar en tanto preguntar sin anestesia, sin concesiones: he ahí lo que, en un esfuerzo extremo, lleva a Marx a formular su llamado a transformar el mundo superando la contemplación pasiva, pero no para negar el hecho de preguntar, la sed de saber, sino para profundizar todo ello más aún (radical “crítica implacable de todo lo existente”, reclamaba estricto). Si prefirió no llamar a eso “filosofía” fue por la carga negativa que encontró en mucha de ella, filosofía barata y complaciente que no sirve para la transformación requerida.
Con distintos nombres, esa sed por saber dónde estamos parados en el mundo, saber de dónde venimos y hacia dónde vamos, esa pulsión irresistible por conocer acerca de nuestros límites, recorre toda la historia de la civilización, llámese filosofía, sabiduría, pensamiento crítico, reflexión o como se quiera.
¿Se puede eliminar la filosofía? ¿Morirá el pensamiento crítico?
Pretender eliminar el deseo de saber es ingenuo. ¡E imposible!, obviamente. Pero se puede hacer que ese ánimo interrogativo, esa sed de verdad, juegue para la conveniencia de ciertos poderes. La filosofía puede ser –y de hecho lo ha sido en numerosas ocasiones– revolucionaria, así como puede ser también una buena aliada disciplinada de los poderes de turno. Ancilla theologiae, esclava de la teología, la llamaban en tal caso los escolásticos medievales de Europa. Ancilla scientae, esclava de las ciencias, pasó a ser con el mundo moderno dominado por los nuevos industriales. De lo que se trata es que no sea esclava de nadie, que se constituya en el “tábano socrático” instigador que fuerza a seguir cuestionando siempre. La filosofía, si sirve para algo, es porque es irreverente, provocativa. Ahí está el mayor de los goces.
Lo que, en todo caso, la medida tomada en México expresa, es un espíritu general de la época: la tecnocracia se ha enseñoreado y campea victoriosa. Un pensamiento parcializado, sin interés por la universalidad, bastante miope, ciegamente confiado en el saber del especialista (aquél que sabe todo sobre casi nada). Eso es lo que puede llevar a pensar que la sed de preguntar puede colmarse con respuestas técnicas parciales, fragmentarias. La cultura del “no piense” (no piense en términos de integralidad, de visión universal y orgánica de las cosas) se ha impuesto con mucha fuerza. “No hay alternativa”, pudo decir feliz la dama de hierro, la británica Margaret Tatcher para referirse a estos tiempos de pensamiento único. “¡No piense, siga las instrucciones, mire la pantalla y sea un triunfador en esta vida!” (si puede, claro...), pasó a ser la consigna dominante. Y la pregunta filosófica se ha trocado en... ¡libros de autoayuda! (el renglón de la industria editorial más poderoso en estos últimos años). ¿En eso devino la filosofía: esclava de qué? ¿Quién tuvo la torpeza de creer que el pensamiento fragmentario de hiper super mega especialistas con post doctorados daría la razón del mundo, la luz necesaria en tiempos de tinieblas?
La filosofía como orientadora, como grito de guerra, como actitud crítica ante la vida, la filosofía como búsqueda absoluta e incondicionada de la verdad (recordemos que Sócrates, pudiendo salvarse desdiciéndose de lo dicho, optó por la cicuta antes que avalar el conformismo, la mentira, la superficialidad), la filosofía en ese sentido, como pregunta crítica, no ha muerto ni puede morir. Si bien es cierto que el sistema capitalista desarrollado ha llevado a un modelo social que puede manipular todo con creciente capacidad (ahí se inscriben los saberes técnicos, sin duda efectivos, los diversos manuales de mercadotecnia y los libros de autoayuda, entre otras cosas), la pregunta rebelde sigue estando siempre en pie. Y eso es lo que debemos alentar: la sana y productiva rebeldía. En otros términos: la actitud socrática, para decirlo según nuestras raíces occidentales.
Sin filosofía, como dijo Enrique Dussel, “s e formarían profesionales aptos para “ apretar botones ” de máquinas que no podrían desmontar ni inventar para que fueran las adecuadas para una sociedad más equitativa. Serían autómatas al servicio del mejor postor sin ninguna conciencia crítica, ni creadora ni ética ” . Lo que se sigue necesitando, entonces, en México y en cualquier parte de nuestro atribulado planeta, es esa actitud de sana rebeldía, de actitud crítica, de irreverencia con los poderes y las “buenas costumbres”. ¿Qué otra cosa, si no, es la filosofía? Filosofemos para transformar esta agobiante realidad que nos ata, injusta, violenta, hipócritamente moralista. No le tengamos miedo a la palabra: “filosofar” no significa sólo contemplación improductiva. Filosofemos a martillazos, como quería Nietzsche, filosofemos para perder el miedo. En relación a esta maravillosa aventura de pensar, de ser rebeldes en las ideas, nuestro peor enemigo, por cierto, no es externo, no es el sistema capitalista ni el imperialismo, no es la burocracia o la mediocridad, ni la falta de presupuesto o la posibilidad de caer en manos del torturador; nuestro principal enemigo es el miedo que llevamos dentro, el miedo a desembarazarnos de los prejuicios.
“Las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes” , pudo decir con la mayor valentía un pensador como Giordano Bruno en el seno mismo de la institución religiosa, a la sazón unos de los principales poderes del mundo cuando él lo formuló, siendo él mismo un religioso. Y aunque eso le valió la condena a la hoguera, su enseñanza, su actitud, su búsqueda apasionada por la verdad es lo que nos debe quedar como síntesis de lo que significa la filosofía, la sana irreverencia, la rebeldía como actitud constructiva, crítica, propositiva en definitiva. Eso fue lo que le permitió decir en la cara a sus jueces: “tembláis más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla” . La historia se escribe con actitudes como la de Bruno. ¡Eso es la filosofía!, aunque algún pusilánime pueda decir que lo que el mundo necesita son “técnicos eficientes y que no se metan en política, bien portados y con el pelo corto”.
De eso se trata entonces: aunque se la quiera maniatar, amansar, presentar en formato “light” –tan a la moda hoy día, en que todo es light– o simplemente suprimir por decreto como en México, la filosofía, la pasión por la pregunta que da cuenta del sistema, que explica lo universal, la interrogación por el sentido general de las cosas, por uno mismo, por nuestros límites, sigue siendo tal vez la mayor aventura humana. “En momentos de crisis –dijo un gran pensador como Einstein– sólo la imaginación es más importante que el conocimiento”. Sin pregunta crítica seguiríamos aún en las cavernas (en sentido literal y en el sentido del mito platónico de “La República”). Aunque estemos inundados de libros de autoayuda, no todo está perdido, pues como dijera un gran pensador italiano, Galileo Galilei: eppur si muove.
Eduardo Galeano
Quiero compartir algunas preguntas, moscas que me zumban en la cabeza.
¿Es justa la justicia? ¿Está parada sobre sus pies la justicia del mundo al revés?
El zapatista de Irak, el que arrojó los zapatazos contra Bush, fue condenado a tres años de cárcel. ¿No merecía, más bien, una condecoración?
¿Quién es el terrorista? ¿El zapatista o el zapateado? ¿No es culpable de terrorismo el serial killer que mintiendo inventó la guerra de Irak, asesinó a un gentío y legalizó la tortura y mandó aplicarla?
¿Son culpables los pobladores de Atenco, en México, o los indígenas mapuches de Chile, o los kekchíes de Guatemala, o los campesinos sin tierra de Brasil, acusados todos de terrorismo por defender su derecho a la tierra? Si sagrada es la tierra, aunque la ley no lo diga, ¿no son sagrados, también, quienes la defienden?
Según la revista Foreign Policy, Somalia es el lugar más peligroso de todos. Pero, ¿quiénes son los piratas? ¿Los muertos de hambre que asaltan barcos o los especuladores de Wall Street, que llevan años asaltando el mundo y ahora reciben multimillonarias recompensas por sus afanes?
¿Por qué el mundo premia a quienes lo desvalijan?
¿Por qué la justicia es ciega de un solo ojo? Wal-Mart, la empresa más poderosa de todas, prohíbe los sindicatos. MacDonald’s, también. ¿Por qué estas empresas violan, con delincuente impunidad, la ley internacional? ¿Será porque en el mundo de nuestro tiempo el trabajo vale menos que la basura, y menos todavía valen los derechos de los trabajadores?
¿Quiénes son los justos, y quiénes los injustos? Si la justicia internacional de veras existe, ¿por qué nunca juzga a los poderosos? No van presos los autores de las más feroces carnicerías. ¿Será porque son ellos quienes tienen las llaves de las cárceles?
¿Por qué son intocables las cinco potencias que tienen derecho de veto en Naciones Unidas? ¿Ese derecho tiene origen divino? ¿Velan por la paz los que hacen el negocio de la guerra? ¿Es justo que la paz mundial esté a cargo de las cinco potencias que son las principales productoras de armas? Sin despreciar a los narcotraficantes, ¿no es éste también un caso de crimen organizado?
Pero no demandan castigo contra los amos del mundo los clamores de quienes exigen, en todas partes, la pena de muerte. Faltaba más. Los clamores claman contra los asesinos que usan navajas, no contra los que usan misiles.
Y uno se pregunta: ya que esos justicieros están tan locos de ganas de matar, ¿por qué no exigen la pena de muerte contra la injusticia social? ¿Es justo un mundo que cada minuto destina 3 millones de dólares a los gastos militares, mientras cada minuto mueren 15 niños por hambre o enfermedad curable? ¿Contra quién se arma, hasta los dientes, la llamada comunidad internacional? ¿Contra la pobreza o contra los pobres?
¿Por qué los fervorosos de la pena capital no exigen la pena de muerte contra los valores de la sociedad de consumo, que cotidianamente atentan contra la seguridad pública? ¿O acaso no invita al crimen el bombardeo de la publicidad que aturde a millones y millones de jóvenes desempleados, o mal pagados, repitiéndoles noche y día que ser es tener, tener un automóvil, tener zapatos de marca, tener, tener, y quien no tiene, no es?
¿Y por qué no se implanta la pena de muerte contra la muerte? El mundo está organizado al servicio de la muerte. ¿O no fabrica muerte la industria militar, que devora la mayor parte de nuestros recursos y buena parte de nuestras energías? Los amos del mundo sólo condenan la violencia cuando la ejercen otros. Y este monopolio de la violencia se traduce en un hecho inexplicable para los extraterrestres, y también insoportable para los terrestres que todavía queremos, contra toda evidencia, sobrevivir: los humanos somos los únicos animales especializados en el exterminio mutuo, y hemos desarrollado una tecnología de la destrucción que está aniquilando, de paso, al planeta y a todos sus habitantes.
Esa tecnología se alimenta del miedo. Es el miedo quien fabrica los enemigos que justifican el derroche militar y policial. Y en tren de implantar la pena de muerte, ¿qué tal si condenamos a muerte al miedo? ¿No sería sano acabar con esta dictadura universal de los asustadores profesionales? Los sembradores de pánicos nos condenan a la soledad, nos prohíben la solidaridad: sálvese quien pueda, aplastaos los unos a los otros, el prójimo es siempre un peligro que acecha, ojo, mucho cuidado, éste te robará, aquél te violará, ese cochecito de bebé esconde una bomba musulmana y si esa mujer te mira, esa vecina de aspecto inocente, es seguro que te contagia la peste porcina.
En el mundo al revés, dan miedo hasta los más elementales actos de justicia y sentido común. Cuando el presidente Evo Morales inició la refundación de Bolivia, para que este país de mayoría indígena dejara de tener vergüenza de mirarse al espejo, provocó pánico. Este desafío era catastrófico desde el punto de vista del orden racista tradicional, que decía ser el único orden posible: Evo traía el caos y la violencia, y por su culpa la unidad nacional iba a estallar, rota en pedazos. Y cuando el presidente ecuatoriano Correa anunció que se negaba a pagar las deudas no legítimas, la noticia produjo terror en el mundo financiero y el Ecuador fue amenazado con terribles castigos, por estar dando tan mal ejemplo. Si las dictaduras militares y los políticos ladrones han sido siempre mimados por la banca internacional, ¿no nos hemos acostumbrado ya a aceptar como fatalidad del destino que el pueblo pague el garrote que lo golpea y la codicia que lo saquea?
Pero, ¿será que han sido divorciados para siempre jamás el sentido común y la justicia?
¿No nacieron para caminar juntos, bien pegaditos, el sentido común y la justicia?
¿No es de sentido común, y también de justicia, ese lema de las feministas que dicen que si nosotros, los machos, quedáramos embarazados, el aborto sería libre? ¿Por qué no se legaliza el derecho al aborto? ¿Será porque entonces dejaría de ser el privilegio de las mujeres que pueden pagarlo y de los médicos que pueden cobrarlo?
Lo mismo ocurre con otro escandaloso caso de negación de la justicia y el sentido común: ¿por qué no se legaliza la droga? ¿Acaso no es, como el aborto, un tema de salud pública? Y el país que más drogadictos contiene, ¿qué autoridad moral tiene para condenar a quienes abastecen su demanda? ¿Y por qué los grandes medios de comunicación, tan consagrados a la guerra contra el flagelo de la droga, jamás dicen que proviene de Afganistán casi toda la heroína que se consume en el mundo? ¿Quién manda en Afganistán? ¿No es ése un país militarmente ocupado por el mesiánico país que se atribuye la misión de salvarnos a todos?
¿Por qué no se legalizan las drogas de una buena vez? ¿No será porque brindan el mejor pretexto para las invasiones militares, además de brindar las más jugosas ganancias a los grandes bancos que en las noches trabajan como lavanderías?
Ahora el mundo está triste porque se venden menos autos. Una de las consecuencias de la crisis mundial es la caída de la próspera industria del automóvil. Si tuviéramos algún resto de sentido común, y alguito de sentido de la justicia, ¿no tendríamos que celebrar esa buena noticia? ¿O acaso la disminución de los automóviles no es una buena noticia, desde el punto de vista de la naturaleza, que estará un poquito menos envenenada, y de los peatones, que morirán un poquito menos?
Según Lewis Carroll, la reina explicó a Alicia cómo funciona la justicia en el país de las maravillas:
–Ahí lo tienes –dijo la reina–. Está encerrado en la cárcel, cumpliendo su condena; pero el juicio no empezará hasta el próximo miércoles. Y por supuesto, el crimen será cometido al final.
En El Salvador, el arzobispo Óscar Arnulfo Romero comprobó que la justicia, como la serpiente, sólo muerde a los descalzos. Él murió a balazos, por denunciar que en su país los descalzos nacían de antemano condenados, por delito de nacimiento.
El resultado de las recientes elecciones en El Salvador, ¿no es de alguna manera un homenaje? ¿Un homenaje al arzobispo Romero y a los miles que como él murieron luchando por una justicia justa en el reino de la injusticia?
A veces terminan mal las historias de la Historia; pero ella, la Historia, no termina. Cuando dice adiós, dice hasta luego.
Pintada durante el Mayo francés, 1968
“Hasta ahora los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintas maneras; de lo que se trata es de transformarlo” , sentenciaba terminante el joven Marx en la tesis XI sobre Ludwig Feuerbach, en 1845. Para muchos esa fue la declaración de muerte de la filosofía clásica. De todos modos siguió habiendo filosofía.
Para muchos, la obra del alemán Martin Heidegger fue la última expresión de un gran sistema filosófico, tal como existieron por más de dos milenios en la tradición occidental, desde los griegos clásicos hasta el idealismo alemán. Pero desaparecido Heidegger, el gran filósofo del siglo XX, siguió habiendo filosofía.
Ahora el gobierno mexicano, en medio de su más mediática que real crisis creada por la nueva gripe “asesina”, ha decretado la eliminación de los cursos de filosofía en la escuela media. Pero pese a ello, todo indica que seguirá habiendo filosofía. O, al menos, eso debemos impulsar. La filosofía, esa gran aventura del pensamiento, no puede morir por un decreto. En definitiva: si eso fuera a lo que se apunta, no lo podemos permitir.
¿Acaso es inmortal la filosofía? No puede afirmarse con total seguridad, pero hay que intentar que así sea. Cabe entonces la pregunta: ¿y qué es en verdad la filosofía?
La respuesta dependerá de quién la formule. Para nosotros, la gran mayoría, o quizá la totalidad de los lectores de este breve artículo –si es que los tiene–, seguramente occidentales, son inevitables ciertas representaciones, en algún caso ya estereotipadas: saber por el saber mismo, reflexión profunda, meditación serena. E inmediatamente se nos podrá figurar la estatua de Rodin: “El pensador”, o el fabuloso fresco “La escuela de Atenas”, de Rafael, con las distintas vacas sagradas del pensamiento griego clásico, aunque muy probablemente no evocaremos los tlamatinime , los sabios o filósofos aztecas. Ni tampoco pensaremos, por ejemplo, en los filósofos musulmanes de la escuela de Bagdad, surgidos hacia el año 800, uno de los momentos más fecundos del pensamiento universal, fundamento del posterior desarrollo científico de Occidente, doctos en la filosofía y en numerosas artes aplicadas como las matemáticas (ahí se inventaron los actuales números arábigos, difundidos luego universalmente), la arquitectura, la astronomía. Quizá pensemos en los míticos sabios orientales, muy poco conocidos –eurocentrismo mediante– en nuestra civilización occidental, pero más como una invocación espiritual-religiosa que como filósofos. Seguramente no haremos mención de las cosmogonías precolombinas de América (maya e inca), riquísimas sistematizaciones de un rigor filosófico indudable, pero desconocidas en la academia de raíz europea. Y quizá, entre los filósofos, no se ponga a Marx, considerado más bien un revolucionario. ¿Pero no es acaso revolucionaria la filosofía misma? Aunque en nuestro mundo científico-técnico actual, dominado por la ideología de la eficiencia y el lucro como bienes supremos, de acuerdo a esos estereotipos que nos inundan, filosofía también puede identificarse con inservibilidad. ¿Para qué filosofar si con eso no se come? ¡Las humanidades han muerto!, podría proclamarse –quizá al menos en la línea que llevó a anunciar que las ideologías estaban muertas, cuando cayó el muro de Berlín y se autodesintegró el bloque soviético–.
Al menos algo así pueden haber pensado los funcionarios aztecas que tomaron la medida de marras. Quizá leyeron demasiado literalmente a González Tuñón: “con la filosofía poco se goza”, seguramente sin entender nada de la metáfora en juego. ¿Con qué se goza entonces: con los nuevos espejitos de colores con que nos inunda el actual sistema económico? ¿Con los teléfonos celulares de última generación? ¿Con los spa cinco estrellas? ¿O con las nuevas muñecas inflables de silicona?
Con la filosofía se goza, y mucho. El preguntar, la sed de saber, la búsqueda de lo desconocido ha sido y sigue siendo la llama que enciende el hecho humano, desde el interrogante que posibilitó labrar la primera piedra hace dos millones y medio de años atrás a nuestros ancestros apenas descendidos de los árboles hasta el día de hoy, en que nos seguimos preguntando cosas, seguramente las mismas de aquellos remotos antepasados. Por ejemplo, en la tierra donde ahora se toma la medida de eliminar las clases de filosofía, tierra donde existió esa larga tradición de pensadores, los tlamatinime, sabios filósofos admirados incluso por los conquistadores españoles: ¿qué hay con esto de la terrible gripe porcina? ¿No es necesario que una actitud de pensamiento crítico, de indagación filosófica, de apasionada búsqueda de la verdad por la verdad misma eche un poco de luz sobre tanta sombra? ¿Por qué decretar el no pensar? (como si ello fuera posible acaso). ¿Acaso alguien puede pensar que la “tecnología de avanzada” lo resolverá todo? ¿Por qué se sigue apostando por los “espejitos de colores”?
Todo esto lleva a algunas consideraciones más de fondo. Saber por el saber mismo siempre ha sido una práctica usual en cualquier cultura, desde el neolítico en adelante, y nada indica que eso, mientras sigamos siendo seres humanos y no autómatas, vaya a cambiar (aunque cualquier dictadura lo intente, incluida la actual dictadura del mercado, disfrazada de democracia y sutilmente manejada con tecnologías de punta, mercadotecnia y psicología del consumidor). El impulso por saber es lo que pone en marcha todo proceso humano: saber, preguntar, descubrir, investigar, he ahí el motor de la humanización, lo que hace del infante un adulto. He ahí lo que hizo del mono esta obra tan peculiar que es el ser humano. Preguntar, reflexionar, ordenar el caos de la vida para entenderla y poder manejarse mejor: esa es la necesidad que lleva a esta actitud tan humana que sigue siendo sorprenderse ante el mundo y buscarle un sentido (aunque la tendencia actual nos orille a pensar que los manuales ad hoc nos dan la respuesta adecuada para todo, para ser feliz, para tener amigos o para conquistar el espacio sideral, siguiendo los pasos indicados y no preguntando más allá).
Filosofar en tanto preguntar sin anestesia, sin concesiones: he ahí lo que, en un esfuerzo extremo, lleva a Marx a formular su llamado a transformar el mundo superando la contemplación pasiva, pero no para negar el hecho de preguntar, la sed de saber, sino para profundizar todo ello más aún (radical “crítica implacable de todo lo existente”, reclamaba estricto). Si prefirió no llamar a eso “filosofía” fue por la carga negativa que encontró en mucha de ella, filosofía barata y complaciente que no sirve para la transformación requerida.
Con distintos nombres, esa sed por saber dónde estamos parados en el mundo, saber de dónde venimos y hacia dónde vamos, esa pulsión irresistible por conocer acerca de nuestros límites, recorre toda la historia de la civilización, llámese filosofía, sabiduría, pensamiento crítico, reflexión o como se quiera.
¿Se puede eliminar la filosofía? ¿Morirá el pensamiento crítico?
Pretender eliminar el deseo de saber es ingenuo. ¡E imposible!, obviamente. Pero se puede hacer que ese ánimo interrogativo, esa sed de verdad, juegue para la conveniencia de ciertos poderes. La filosofía puede ser –y de hecho lo ha sido en numerosas ocasiones– revolucionaria, así como puede ser también una buena aliada disciplinada de los poderes de turno. Ancilla theologiae, esclava de la teología, la llamaban en tal caso los escolásticos medievales de Europa. Ancilla scientae, esclava de las ciencias, pasó a ser con el mundo moderno dominado por los nuevos industriales. De lo que se trata es que no sea esclava de nadie, que se constituya en el “tábano socrático” instigador que fuerza a seguir cuestionando siempre. La filosofía, si sirve para algo, es porque es irreverente, provocativa. Ahí está el mayor de los goces.
Lo que, en todo caso, la medida tomada en México expresa, es un espíritu general de la época: la tecnocracia se ha enseñoreado y campea victoriosa. Un pensamiento parcializado, sin interés por la universalidad, bastante miope, ciegamente confiado en el saber del especialista (aquél que sabe todo sobre casi nada). Eso es lo que puede llevar a pensar que la sed de preguntar puede colmarse con respuestas técnicas parciales, fragmentarias. La cultura del “no piense” (no piense en términos de integralidad, de visión universal y orgánica de las cosas) se ha impuesto con mucha fuerza. “No hay alternativa”, pudo decir feliz la dama de hierro, la británica Margaret Tatcher para referirse a estos tiempos de pensamiento único. “¡No piense, siga las instrucciones, mire la pantalla y sea un triunfador en esta vida!” (si puede, claro...), pasó a ser la consigna dominante. Y la pregunta filosófica se ha trocado en... ¡libros de autoayuda! (el renglón de la industria editorial más poderoso en estos últimos años). ¿En eso devino la filosofía: esclava de qué? ¿Quién tuvo la torpeza de creer que el pensamiento fragmentario de hiper super mega especialistas con post doctorados daría la razón del mundo, la luz necesaria en tiempos de tinieblas?
La filosofía como orientadora, como grito de guerra, como actitud crítica ante la vida, la filosofía como búsqueda absoluta e incondicionada de la verdad (recordemos que Sócrates, pudiendo salvarse desdiciéndose de lo dicho, optó por la cicuta antes que avalar el conformismo, la mentira, la superficialidad), la filosofía en ese sentido, como pregunta crítica, no ha muerto ni puede morir. Si bien es cierto que el sistema capitalista desarrollado ha llevado a un modelo social que puede manipular todo con creciente capacidad (ahí se inscriben los saberes técnicos, sin duda efectivos, los diversos manuales de mercadotecnia y los libros de autoayuda, entre otras cosas), la pregunta rebelde sigue estando siempre en pie. Y eso es lo que debemos alentar: la sana y productiva rebeldía. En otros términos: la actitud socrática, para decirlo según nuestras raíces occidentales.
Sin filosofía, como dijo Enrique Dussel, “s e formarían profesionales aptos para “ apretar botones ” de máquinas que no podrían desmontar ni inventar para que fueran las adecuadas para una sociedad más equitativa. Serían autómatas al servicio del mejor postor sin ninguna conciencia crítica, ni creadora ni ética ” . Lo que se sigue necesitando, entonces, en México y en cualquier parte de nuestro atribulado planeta, es esa actitud de sana rebeldía, de actitud crítica, de irreverencia con los poderes y las “buenas costumbres”. ¿Qué otra cosa, si no, es la filosofía? Filosofemos para transformar esta agobiante realidad que nos ata, injusta, violenta, hipócritamente moralista. No le tengamos miedo a la palabra: “filosofar” no significa sólo contemplación improductiva. Filosofemos a martillazos, como quería Nietzsche, filosofemos para perder el miedo. En relación a esta maravillosa aventura de pensar, de ser rebeldes en las ideas, nuestro peor enemigo, por cierto, no es externo, no es el sistema capitalista ni el imperialismo, no es la burocracia o la mediocridad, ni la falta de presupuesto o la posibilidad de caer en manos del torturador; nuestro principal enemigo es el miedo que llevamos dentro, el miedo a desembarazarnos de los prejuicios.
“Las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes” , pudo decir con la mayor valentía un pensador como Giordano Bruno en el seno mismo de la institución religiosa, a la sazón unos de los principales poderes del mundo cuando él lo formuló, siendo él mismo un religioso. Y aunque eso le valió la condena a la hoguera, su enseñanza, su actitud, su búsqueda apasionada por la verdad es lo que nos debe quedar como síntesis de lo que significa la filosofía, la sana irreverencia, la rebeldía como actitud constructiva, crítica, propositiva en definitiva. Eso fue lo que le permitió decir en la cara a sus jueces: “tembláis más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla” . La historia se escribe con actitudes como la de Bruno. ¡Eso es la filosofía!, aunque algún pusilánime pueda decir que lo que el mundo necesita son “técnicos eficientes y que no se metan en política, bien portados y con el pelo corto”.
De eso se trata entonces: aunque se la quiera maniatar, amansar, presentar en formato “light” –tan a la moda hoy día, en que todo es light– o simplemente suprimir por decreto como en México, la filosofía, la pasión por la pregunta que da cuenta del sistema, que explica lo universal, la interrogación por el sentido general de las cosas, por uno mismo, por nuestros límites, sigue siendo tal vez la mayor aventura humana. “En momentos de crisis –dijo un gran pensador como Einstein– sólo la imaginación es más importante que el conocimiento”. Sin pregunta crítica seguiríamos aún en las cavernas (en sentido literal y en el sentido del mito platónico de “La República”). Aunque estemos inundados de libros de autoayuda, no todo está perdido, pues como dijera un gran pensador italiano, Galileo Galilei: eppur si muove.
Disculpen la molestia
El autor de Las venas abiertas de América Latina cuestiona si es justa la justicia en el orbe
Eduardo Galeano
Quiero compartir algunas preguntas, moscas que me zumban en la cabeza.
¿Es justa la justicia? ¿Está parada sobre sus pies la justicia del mundo al revés?
El zapatista de Irak, el que arrojó los zapatazos contra Bush, fue condenado a tres años de cárcel. ¿No merecía, más bien, una condecoración?
¿Quién es el terrorista? ¿El zapatista o el zapateado? ¿No es culpable de terrorismo el serial killer que mintiendo inventó la guerra de Irak, asesinó a un gentío y legalizó la tortura y mandó aplicarla?
¿Son culpables los pobladores de Atenco, en México, o los indígenas mapuches de Chile, o los kekchíes de Guatemala, o los campesinos sin tierra de Brasil, acusados todos de terrorismo por defender su derecho a la tierra? Si sagrada es la tierra, aunque la ley no lo diga, ¿no son sagrados, también, quienes la defienden?
Según la revista Foreign Policy, Somalia es el lugar más peligroso de todos. Pero, ¿quiénes son los piratas? ¿Los muertos de hambre que asaltan barcos o los especuladores de Wall Street, que llevan años asaltando el mundo y ahora reciben multimillonarias recompensas por sus afanes?
¿Por qué el mundo premia a quienes lo desvalijan?
¿Por qué la justicia es ciega de un solo ojo? Wal-Mart, la empresa más poderosa de todas, prohíbe los sindicatos. MacDonald’s, también. ¿Por qué estas empresas violan, con delincuente impunidad, la ley internacional? ¿Será porque en el mundo de nuestro tiempo el trabajo vale menos que la basura, y menos todavía valen los derechos de los trabajadores?
¿Quiénes son los justos, y quiénes los injustos? Si la justicia internacional de veras existe, ¿por qué nunca juzga a los poderosos? No van presos los autores de las más feroces carnicerías. ¿Será porque son ellos quienes tienen las llaves de las cárceles?
¿Por qué son intocables las cinco potencias que tienen derecho de veto en Naciones Unidas? ¿Ese derecho tiene origen divino? ¿Velan por la paz los que hacen el negocio de la guerra? ¿Es justo que la paz mundial esté a cargo de las cinco potencias que son las principales productoras de armas? Sin despreciar a los narcotraficantes, ¿no es éste también un caso de crimen organizado?
Pero no demandan castigo contra los amos del mundo los clamores de quienes exigen, en todas partes, la pena de muerte. Faltaba más. Los clamores claman contra los asesinos que usan navajas, no contra los que usan misiles.
Y uno se pregunta: ya que esos justicieros están tan locos de ganas de matar, ¿por qué no exigen la pena de muerte contra la injusticia social? ¿Es justo un mundo que cada minuto destina 3 millones de dólares a los gastos militares, mientras cada minuto mueren 15 niños por hambre o enfermedad curable? ¿Contra quién se arma, hasta los dientes, la llamada comunidad internacional? ¿Contra la pobreza o contra los pobres?
¿Por qué los fervorosos de la pena capital no exigen la pena de muerte contra los valores de la sociedad de consumo, que cotidianamente atentan contra la seguridad pública? ¿O acaso no invita al crimen el bombardeo de la publicidad que aturde a millones y millones de jóvenes desempleados, o mal pagados, repitiéndoles noche y día que ser es tener, tener un automóvil, tener zapatos de marca, tener, tener, y quien no tiene, no es?
¿Y por qué no se implanta la pena de muerte contra la muerte? El mundo está organizado al servicio de la muerte. ¿O no fabrica muerte la industria militar, que devora la mayor parte de nuestros recursos y buena parte de nuestras energías? Los amos del mundo sólo condenan la violencia cuando la ejercen otros. Y este monopolio de la violencia se traduce en un hecho inexplicable para los extraterrestres, y también insoportable para los terrestres que todavía queremos, contra toda evidencia, sobrevivir: los humanos somos los únicos animales especializados en el exterminio mutuo, y hemos desarrollado una tecnología de la destrucción que está aniquilando, de paso, al planeta y a todos sus habitantes.
Esa tecnología se alimenta del miedo. Es el miedo quien fabrica los enemigos que justifican el derroche militar y policial. Y en tren de implantar la pena de muerte, ¿qué tal si condenamos a muerte al miedo? ¿No sería sano acabar con esta dictadura universal de los asustadores profesionales? Los sembradores de pánicos nos condenan a la soledad, nos prohíben la solidaridad: sálvese quien pueda, aplastaos los unos a los otros, el prójimo es siempre un peligro que acecha, ojo, mucho cuidado, éste te robará, aquél te violará, ese cochecito de bebé esconde una bomba musulmana y si esa mujer te mira, esa vecina de aspecto inocente, es seguro que te contagia la peste porcina.
En el mundo al revés, dan miedo hasta los más elementales actos de justicia y sentido común. Cuando el presidente Evo Morales inició la refundación de Bolivia, para que este país de mayoría indígena dejara de tener vergüenza de mirarse al espejo, provocó pánico. Este desafío era catastrófico desde el punto de vista del orden racista tradicional, que decía ser el único orden posible: Evo traía el caos y la violencia, y por su culpa la unidad nacional iba a estallar, rota en pedazos. Y cuando el presidente ecuatoriano Correa anunció que se negaba a pagar las deudas no legítimas, la noticia produjo terror en el mundo financiero y el Ecuador fue amenazado con terribles castigos, por estar dando tan mal ejemplo. Si las dictaduras militares y los políticos ladrones han sido siempre mimados por la banca internacional, ¿no nos hemos acostumbrado ya a aceptar como fatalidad del destino que el pueblo pague el garrote que lo golpea y la codicia que lo saquea?
Pero, ¿será que han sido divorciados para siempre jamás el sentido común y la justicia?
¿No nacieron para caminar juntos, bien pegaditos, el sentido común y la justicia?
¿No es de sentido común, y también de justicia, ese lema de las feministas que dicen que si nosotros, los machos, quedáramos embarazados, el aborto sería libre? ¿Por qué no se legaliza el derecho al aborto? ¿Será porque entonces dejaría de ser el privilegio de las mujeres que pueden pagarlo y de los médicos que pueden cobrarlo?
Lo mismo ocurre con otro escandaloso caso de negación de la justicia y el sentido común: ¿por qué no se legaliza la droga? ¿Acaso no es, como el aborto, un tema de salud pública? Y el país que más drogadictos contiene, ¿qué autoridad moral tiene para condenar a quienes abastecen su demanda? ¿Y por qué los grandes medios de comunicación, tan consagrados a la guerra contra el flagelo de la droga, jamás dicen que proviene de Afganistán casi toda la heroína que se consume en el mundo? ¿Quién manda en Afganistán? ¿No es ése un país militarmente ocupado por el mesiánico país que se atribuye la misión de salvarnos a todos?
¿Por qué no se legalizan las drogas de una buena vez? ¿No será porque brindan el mejor pretexto para las invasiones militares, además de brindar las más jugosas ganancias a los grandes bancos que en las noches trabajan como lavanderías?
Ahora el mundo está triste porque se venden menos autos. Una de las consecuencias de la crisis mundial es la caída de la próspera industria del automóvil. Si tuviéramos algún resto de sentido común, y alguito de sentido de la justicia, ¿no tendríamos que celebrar esa buena noticia? ¿O acaso la disminución de los automóviles no es una buena noticia, desde el punto de vista de la naturaleza, que estará un poquito menos envenenada, y de los peatones, que morirán un poquito menos?
Según Lewis Carroll, la reina explicó a Alicia cómo funciona la justicia en el país de las maravillas:
–Ahí lo tienes –dijo la reina–. Está encerrado en la cárcel, cumpliendo su condena; pero el juicio no empezará hasta el próximo miércoles. Y por supuesto, el crimen será cometido al final.
En El Salvador, el arzobispo Óscar Arnulfo Romero comprobó que la justicia, como la serpiente, sólo muerde a los descalzos. Él murió a balazos, por denunciar que en su país los descalzos nacían de antemano condenados, por delito de nacimiento.
El resultado de las recientes elecciones en El Salvador, ¿no es de alguna manera un homenaje? ¿Un homenaje al arzobispo Romero y a los miles que como él murieron luchando por una justicia justa en el reino de la injusticia?
A veces terminan mal las historias de la Historia; pero ella, la Historia, no termina. Cuando dice adiós, dice hasta luego.
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